Alimento de la verdad 2. En el Sacramento del altar, el Señor va al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27), acompañándole en su camino. En efecto, en este Sacramento el Señor se hace comida para el hombre hambriento de verdad y libertad. Puesto que sólo la verdad nos hace auténticamente libres (cf. Jn 8,36), Cristo se convierte para nosotros en alimento de la Verdad. San Agustín, con un penetrante conocimiento de la realidad humana, ha puesto de relieve cómo el hombre se mueve espontáneamente, y no por coacción, cuando se encuentra ante algo que lo atrae y le despierta el deseo. Así pues, al preguntarse sobre lo que puede mover al hombre por encima de todo y en lo más íntimo, el santo obispo exclama: « ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ».[2] En efecto, todo hombre lleva en sí mismo el deseo inevitable de la verdad última y definitiva. Por eso, el Señor Jesús, « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14,6), se dirige al corazón anhelante del hombre, que se siente peregrino y sediento, al corazón que suspira por la fuente de la vida, al corazón que mendiga la Verdad. En efecto, Jesucristo es la Verdad en Persona, que atrae el mundo hacia sí. « Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin él pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la libertad se reencuentra ».[3] En particular, Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a todos, « a tiempo y a destiempo » (2 Tm 4,2) que Dios es amor.[4] Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente el don de Dios.